domingo, 5 de julio de 2009

¿DÓNDE ESTÁ LA TUMBA DE ALEJANDRO?


En el año 2000, el autor buscó la tumba perdida de Alejandro Magno por toda Alejandría. Las pistas que habían dejado los historiadores del mundo antiguo lo condujeron a indicios sugerentes pero no concluyentes. Éste es el relato del escritor.

EL CUERPO MÁS BUSCADO Por Javier Sierra

Arafat Saad, un hombre rudo enfundado en una maltrecha camiseta de tirantes y con cara de pocos amigos, nos miró de hito en hito.Seguramente no se explicaba qué hacían dos extranjeros allí, frente a la puerta de su cementerio, tan lejos de las rutas de los turistas, en un rincón tan poco amable de Alejandría. Pero Robert Bauval, mi acompañante, célebre egiptólogo nacido en aquella ciudad, sabía bien qué se traía entre manos. «Venimos a ver la tumba de Iskander», susurró. «¿Iskander?». Las morenas arrugas del guardián del cementerio de Terra Sancta dieron paso a una rápida sonrisa cómplice. «Síganme, por favor».

Iskander era el nombre que los árabes daban a Alejandro Magno y, por lo visto, era también un excelente ábrete sésamo en aquella parte de Egipto. Mientras nos adentrábamos en el descuidado camposanto, Bauval me explicó que los musulmanes todavía lo consideran un profeta y que debía ser un honor para aquel hombre que unos desconocidos le preguntaran por su tumba. «Un momento», lo detuve. «¿Quieres decir que aquí está la famosa tumba de Alejandro, la que media humanidad lleva buscando desde el siglo IV de nuestra era? ¿Aquí?».Robert Bauval echó un vistazo a nuestro alrededor: aquel lugar, en efecto, parecía más una huerta que un cementerio. No había nada solemne en él. No se veían lápidas, y el camino que transitábamos discurría bajo las sombras de unos árboles de mal aspecto. «Y qué mejor lugar para una tumba que un viejo cementerio, ¿no es cierto?», sonrió.

Cuando llegamos al final del sendero, Arafat Saad nos brindó el paso hasta unas escaleras ocultas por la maleza. Once peldaños más abajo descansaba una especie de cubo de alabastro primorosamente pulido. «Iskander», dijo.

LA LARGA CAZA DEL SOMA

El lugar me impactó. Le hubiera pasado a cualquiera. Aquel cubo sobrio, casi vanguardista, tenía el tamaño adecuado para guardar un coche grande, pero irradiaba un extraño hieratismo. No presentaba una sola inscripción, ni tampoco figuras o bajorrelieve alguno. Bauval me contó allí mismo su historia. La tumba de alabastro fue descubierta en 1907 por el arqueólogo italiano Evaristo Breccia, y al principio creyó que había dado con el Nemeseion, el templo construido por César para guardar la cabeza de Pompeyo. Pero un compatriota suyo, Achille Adriani, lo sacó de su error. Esas losas debían ser la antecámara de un gran monumento. De hecho, en 1966 sugirió que podrían compararse con algunos mausoleos reales de Macedonia.

¿Podría ser, entonces, el último vestigio de la tumba de Alejandro?

«La búsqueda de esa tumba es como la que trata de dar con la punta de la Gran Pirámide o con el Santo Grial. Es la búsqueda de un arquetipo. De un sueño». Robert Bauval tenía razón. Un sueño alimentado desde hace casi 2.000 años, y que empezó a fraguarse en Babilonia, cuando el gobernante macedonio más famoso de la Historia muere con sólo 33 años, en el 323 a.C.

Desde el principio, sus generales se disputaron la posesión del cadáver. Para colmo, Aristandro, oráculo de la corte, anunció gloria y prosperidad para la tierra que alojara su cuerpo. ¿Respetarían su voluntad de ser inhumado en el remoto oasis egipcio de Siwa, en la frontera con la moderna Libia, donde el gran Alejandro recibió la bendición de Amón para proclamarse faraón? La respuesta fue negativa. Sus fieles embalsamaron su cuerpo a la manera egipcia y, según Diodoro Sículo, lo envolvieron en un sudario de láminas de oro que reproducía fielmente sus rasgos. Durante dos años prepararon su ajuar para el viaje eterno, lo colocaron sobre un carro tirado por 64 bueyes, y lo abocaron a un viaje de 3.000 kilómetros.

Fue una argucia de Ptolomeo I Soter la que le valió su llegada a Egipto. Las crónicas del Pseudo-Calístenes, contemporáneas a los hechos, nos dicen que fue trasladado primero a Menfis y luego a Alejandría. Y allí, su lugar de descanso pronto se conoció como Soma, que en griego quiere decir cuerpo.

«Luego está en Alejandría», concluyo mientras Bauval termina de examinar la tumba de alabastro. «Sí», asiente. «La cuestión es dónde».

ALEJANDRO NECESITA ESPOSA

Robert y yo recorrimos entre enero y septiembre de 2000 muchos de los lugares en los que se cree que puede estar su dichosa última morada. Nos maravillaban los relatos de Estrabón, Diodoro de Sicilia o Zenobio que referían las visitas que en la Antigüedad recibió su cuerpo. Julio César, Caracalla o Augusto se postraron admirados ante los restos del hombre que dominó el mundo en el siglo IV antes de Cristo. Incluso, si hemos de creer al senador e historiador romano Dión Casio, este último lastimó la nariz de su momia al depositar una corona de flores sobre él. En ese tiempo, el sarcófago de oro original ya había desaparecido; algunos creen que Ptolomeo IV -y otros que Cleopatra VII- lo fundieron para cubrir sus crisis económicas.Pero Estrabón refiere que fue sustituido por uno de cristal, transparente, que dejaba ver el cuerpo del macedonio en toda su majestad.

Antes del descubrimiento de la tumba de alabastro, la leyenda más persistente situaba el Soma entre las calles Fuad y Nebi Daniel, en el corazón urbano de Alejandría. León el Africano, escritor árabe del siglo XVI, dijo que los musulmanes visitaban la tumba de Iskander cerca de la iglesia copta de San Marcos.Y a sólo 300 metros de ella se levanta aún la mezquita del profeta Daniel. El lugar, inexplicablemente desprovisto de minarete, es hoy una nave de piedra cubierta de uralita, que alberga una escuela religiosa justo a la entrada. ¿Está bajo sus cimientos el cuerpo del macedonio?

Hacía allí dirigimos nuestros pasos. Sabíamos que Heinrich Schliemann, el descubridor de Troya, había pedido permiso a las autoridades egipcias para excavar allí en 1888. Se lo denegaron. Sin embargo, otros tuvieron más suerte. En 1960, un equipo polaco abrió una zanja de 15 metros de profundidad, en la que no hallaron nada.Y las obras de 1991 y 1996 dieron idénticos resultados. Todas partían de una impresionante rotonda rodeada de columnas de granito de época romana que se encuentra justo bajo la sala de oración de la mezquita.

«¿Iskander?», el ábrete sésamo volvió a funcionar. Gamal, nuestro nuevo guía, nos acercó hasta el agujero abierto en el salón de rezos. «Sin duda está aquí. Sólo hay que seguir excavando. Pero, naturalmente, no vamos a dejar que nadie se lleve a nuestro profeta», nos dijo. El mismo Gamal nos susurró otra historia, «que toda Alejandría conoce». Nos contó cómo, hacía unos 15 años, una mujer que hacía cola en un cine de esa misma calle fue engullida por un socavón que se abrió de repente bajo sus pies. «Todos los intentos de dar con ella fracasaron», dijo. Según la Policía, su cuerpo debió caer en alguno de los muchos torrentes subterráneos que cruzan la ciudad, y arrastrado lejos de allí. «Pero aquí sabemos la verdad», sonrió Gamal. «Alejandro necesitaba una esposa, y se llevó a aquella mujer».

Jean-Yves Empereur, arqueólogo francés responsable de varios proyectos de excavación e investigación submarina en la ciudad, cree que la idea de buscar el Soma en Nebi Daniel es bastante peregrina. Como Abdel Halim Nuredin, antiguo jefe del Consejo Supremo de Antigüedades, cree que su mausoleo está en el cementerio en el que empezó mi búsqueda. «Siwa debería descartarse», dijo.En 1995 una arqueóloga griega llamada Iliana Souvaltzi dio la voz de alarma al desenterrar en ese oasis un corredor que creía desembocaría en la tumba del macedonio, pero otro equipo certificó que se trataba de unas simples ruinas romanas. Además, ningún autor clásico menciona Siwa como el destino final del Soma.

Entonces, «¿dónde está la tumba de Alejandro?», se preguntaba San Juan Crisóstomo ya en el siglo IV, queriendo adoctrinar a sus fieles. La desolación de Alejandría era tal en su tiempo que al buen obispo de Constantinopla su pérdida le pareció la mejor demostración de que hasta los hombres más grandes de la Historia terminan desapareciendo sin dejar huella.

¿Era eso lo que debía aprender de mi búsqueda? Yo, por si acaso, sigo tras ella. Y Robert Bauval también.


Via: El Mundo.es