viernes, 2 de noviembre de 2012

AGUSTÍN GARCÍA CALVO. IN MEMORIAM (por Rosa Mª Rodríguez Magda)


Ayer, 1 de noviembre de 2012, día de difuntos, leí en el ABC – de momento era el único periódico que se hacía eco- la noticia de la muerte de Agustín García Calvo. Insertaban una foto en la que miraba de frente al lector, con su atuendo característico, un estilo hippie que adquirió en sus años de exilio en Francia, cuando en el 1965, el régimen franquista le retiró su cátedra, junto a Tierno Galván y Aranguren, tras los disturbios estudiantiles. Pelo canoso alborotado, barba descuidada, camisola abierta de anchas mangas y collares sobre el pecho.

 Hacía mucho tiempo que no sabía de él, pero de repente su presencia – ausencia ya definitiva- me retrotrajo al tiempo en el que lo conocí, y a todo lo que representó para mí en aquella época. Tenía yo diecinueve años y cursaba tercero de filosofía. No recuerdo si el primer contacto se debió a escucharlo en alguna conferencia o al leer sus libros. El caso es que su pensamiento caló hondo en mí y configuró el horizonte en el que mis inquietudes se desenvolvieron durante varios años. Su crítica al Estado, a la ciencia, al saber como cárcel, al afán definidor e identitario como cumplimiento de la muerte… fueron para mí revelaciones incontestables, que abrían no un campo de certezas, sino el impulso de indagar más allá del camino trillado de los tópicos. Pensar de otra manera, fuera de la falsilla científico-técnica, de la prepotencia filosófico academicista, rastrear la apertura al no saber, y todo ello con la justeza de un latinista y un aire fresco libertario y anticonvencional. Lo recuerdo en su casa de la calle del desengaño – nunca una mejor denominación para su cotidiano quehacer. En sus charlas en un café de Malasaña, ante un auditorio heterogéneo: estudiantes, escritores, marginales…, a las que también asistía Leopoldo María Panero, que en su efervescencia esquizofrénico-etílica, siempre acababa montando un número. En su departamento de la facultad, junto a Isabel Escudero… Creo que fue la última persona a la que admiré, con ese sentimiento infantil-adolescente, del que la madurez y el amor propio acaba por separarnos. Siempre que iba a Madrid lo visitaba, también nos carteamos, e incluso, en una época de especial desencanto me ofreció pasar unos días en su casa de Zamora, viaje que no llegué a realizar pues mi escaso pecunio no me lo permitía. 

Con él aprendí la diferencia entre la vida y el lenguaje, y cómo éste era incapaz de captar aquella, sin convertirla en un quieto cadáver, que ya tenía grabado el cumplimiento de la muerte. Escapar del Todo, que se reproduce en los individuos, del Ser que es, y que lleva inscrito su destino ontoteológico. Lo recuerdo mostrando todo ello con su efectista didáctica de viejo profesor. Escribiendo la pizarra la frase: “la cigüeña pasa por el cielo”. A continuación volviéndose y subrayando “por el cielo”, tomarse su tiempo mientras nos miraba y señalaba las palabras que con tiza acaba de resaltar, devolviéndoles su materialidad gráfica. Concluyendo “por el cielo” no pasa nada. Porque efectivamente el sujeto y el verbo ocupaban otro espacio en la línea, estaban más allá, y más allá todavía, el vuelo real de la cigüeña, su aleteo, su desplazamiento por una atmosfera solo referida. El signo trazado no incluía el movimiento que pretendía describir. Todos estábamos aquí, con las palabras; la realidad, ajena y moviente quedaba fuera, más allá, libre, frente a nuestros torpes garabatos. Los conceptos construían una cárcel de certezas que yugulaban la vida. El saber debía ser una puerta abierta no una clausura, no una historiografía. Porque, recordaba: “No es lo mismo leer a Kant, que leer lo que dice Kant”, en un caso había academicismo escolástico, en el otro un enfrentarse con problemas, avanzando en su comprensión o su estupor. No era el suyo un escepticismo negativo, sino genésico. Por ello frente a las afirmaciones rotundas, él prefería el “quizás”, el “tal vez”… Despreciaba la poesía de verso libre, y componía, retornando a los clásico, con exquisito cuido por el ritmo, por la secuencia áurea de dáctilos y espondeos. Sus ojos miopes transmitían el brillo de la inteligencia y el matiz. Le gustaba, qué duda cabe, ser escuchado, pero a su vez él escuchaba también y replicaba con un cercano afecto. 

Quizás uno de los momentos más impactantes y que me demostró la diferencia entre la buena prosa, la verdadera literatura y la palabrería fútil, tuvo lugar, cuando departíamos con él en un café. Habíamos ido a verle a Madrid, Joaquín Calomarde, José Vicente Selma y yo, que en esos momentos llevábamos la revista Laberinto del pensar. Él nos había presentado a los otros contertulios como los amigos valencianos. Al rato de estar charlando, entró en el café un hombre mayor, vestido descuidadamente, con un jersey grande y gastado. Se acercó a la mesa, Agustín lo saludó, como si le conociera desde hace mucho. El hombre le dejó unos papeles, quizás una plaquette rudimentariamente impresa, cruzó apenas unas palabras, y se marchó con aire ausente o huidizo. Los papeles quedaron sobre la mesa. Nosotros, jóvenes escritores, que contábamos con esa gloria futura, de la que solo teníamos el anhelo y quizás la petulancia, pensamos: pobre tipo, un viejo que se cree escritor, otro fracasado más. Al rato Agustín cogió el texto y dijo: “Vamos a ver lo que nos ha dejado Rafaelito”. Ese diminutivo y el hecho de que hubiera tardado en ocuparse de él, nos confirmaron en nuestra presunción de la insignificancia del tipo. Agustín leyó el relato. Conforme lo hacía se nos mostraba una prosa magnífica, de sólido castellano y hondura de contenido. El texto era excelente. Al concluir se hizo ese silencio que ocurre cuando uno resulta sobrecogido por la emoción estética. Apenas saliendo del asombro pregunté: ¿Pero quién es este Refaelito?, Agustín respondió: Rafaelito, Rafael Sánchez Ferlosio. No sé si fue más fuerte el sentimiento de bochorno por nuestras secretas y erradas suposiciones, o la alegría de comprobar que, por encima de reconocimientos reales o ficticios, la calidad, la magia de las palabras, no es tópico sino un mazazo de realidad.

 Posteriormente, sobre todo a través de Carmen Martín Gaite, que fue una buena amiga, conocí más detalles de aquellos tres jóvenes estudiantes de Salamanca y Madrid: Agustín, Rafael y Carmen, que estaban destinados a convertirse en nombres señeros de nuestra cultura. 

Querido Agustín, efectivamente la muerte nos mata, y es que nuestras arterias, nuestras vísceras, son signos también de una escritura perentoria. Llega el destino y pone punto final. No hay suma, ni moraleja, ni conclusión, pero quizás, tú lo escribiste: “El no saber es toda nuestra esperanza”.





Poema de Agustín García Calvo. Música de Amancio Prada.
 Grabado en directo en el Claustro de San Benito de Valladolid.

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